En esta entrada, vamos a indagar brevemente en la reconstrucción escultórica de la cabeza de Bach, un fantástico antecedente de las superposiciones craneofaciales contemporáneas, fruto de la colaboración entre Wilhelm His y el escultor Carl Seffner, y también, como veremos, quizás un eslabón más de las múltiples representaciones visuales de la vacuidad de la vida, en la línea de ciertas vanitas.
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En La calavera de Mengele, al hablarnos sobre el arte de la persuasión requerido al presentar el caso en público, a fin de confirmar que el cuerpo exhumado era, efectivamente, el del médico y oficial alemán, los autores recuerdan la importancia que juega en estos casos la emergencia de una imagen, una persuasiva prueba que disipe toda duda.
En este caso, en palabras de Weizman y Keenan, “ésta fue una imagen cuyas condiciones tecnológicas de existencia sólo podían haber madurado en aquel tiempo”. Valiéndose de una serie de técnicas en las que se combinaba la fotografía con los últimos avances en la ciencia de la patología, el forense alemán Richard Herlmer reconstruyó la calavera y “usando treinta alfileres separados, cada uno asegurado con arcilla a la superficie de la calavera y señalados con un marcador blanco en el punto donde la piel habría estado, recreó los contornos perdidos”. Después, mediante un ingenio técnico, la superposición de las fotografías de la cara de Mengele y de la calavera dieron como resultado una imagen espectral, en la que la piel, como si de una fina película fantasmal se tratara, demostraba un encaje casi perfecto que motivo la convicción mayoritaria de los expertos y la opinión pública [Figs. 1 y 2].
Este método, sin embargo, como se recuerda en el libro, contaba con una larga historia en Alemania, cuyo hito principal se debía al proceso de identificación de los restos de Johann Sebastian Bach a finales del siglo diecinueve. En este caso, el encargado de realizar la identificación fue el anatomista Wilhelm His, el cual empleó una técnica que había desarrollado dirigiendo experimentos sobre unas cincuenta víctimas recientes de suicidio masculinas y femeninas. Él escogió cerca de treinta puntos en una cabeza dada e introdujo una simple aguja hasta que tocara el hueso, marcando la distancia con un pequeño trozo de corcho. […] Entonces él tomó aquellos puntos y los aplicó a moldes de escayola sobre las calaveras candidatas y entonces los usó para proveer de líneas de contorno sobre su superficie para obtener una cara en arcilla. Así es como eligieron un modelo de la cara que más fielmente se parecía a una pintura de Bach[1].
Esta misma técnica, adoptada como referencia ineludible por múltiples institutos de patología, fue tomada como punto de partida por Helmer, y combinada con sus propias mediciones dio como resultado la exitosa identificación del criminal de guerra nazi.
Lo interesante del caso de His fue su colaboración con el célebre escultor de Leipzig Carl Seffner, al que encargó que modelase un rostro sobre el molde del cráneo basándose en las referencias existentes en distintas obras pictóricas, grabados y, en particular, en el fidedigno retrato realizado por el pintor alemán Elias Gottlob Haussmann en 1746 [Figs. 3, 4 y 5]. El concejo de la ciudad, deseoso de ubicar fehacientemente los huesos del compositor y de otras grandes figuras histórico-artísticas, consideró que el trabajo de Seffner confirmaba la identidad de la calavera, ya que se asemejaba enormemente a los retratos existentes y suponía “indudablemente –en palabras del doctor Wustmann, uno de los miembros del comité encargado de la investigación– la mejor y más fidedigna imagen de Bach”. Se presentaron varias razones para corroborar la identificación, pero la superposición craneofacial escultórica fue sin duda la evidencia más valorada.
Posteriormente, este caso ha sido continuamente revisitado y la identificación ha sido cuestionada en sucesivas ocasiones –incluso en 2008, empleando la supuesta calavera, los retratos del músico y su máscara mortuoria, un equipo de investigación realizó una reconstrucción virtual del rostro de Bach, valiéndose de las técnicas forenses más avanzadas [Fig. 6]–. Se trata quizá de uno de los ejemplos más notables de cómo la reconstrucción facial ha sido siempre una combinación entre la ciencia y el arte. En esta ocasión, además, la exitosa atribución derivo en un nuevo encargo para Seffner: la realización del monumento a Johann Sebastian Bach frente a la Iglesia de Santo Tomás (Leipzig). Las fronteras entre la prueba forense y la obra artística se disuelven irremediablemente.
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Observando detenidamente el perfil dividido de Bach y las superposiciones del “juicio a los huesos” de Mengele, una larga estela de piezas artísticas parecen reclamar una suerte de inesperada parentela. Un puñado de vanitas de época barroca ha empleado este mismo recurso a lo largo de los siglos, articulando un discurso con una intencionalidad bien distinta, que ilustra el tópico quotidie morimur y nos invita a recordar que el verdadero retrato es la calavera, que somos mortales y perecederos.
De este modo, la reconstrucción de Seffner es tan sólo un episodio más de este particular modelo iconográfico, cuyo impacto visual ha funcionado por igual en procesos forenses de identificación de restos, piezas artísticas que nos invitan a meditar sobre la futilidad de nuestras vidas e incluso programas televisivos recientes de máxima audiencia [Galeria 1].
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Por último, volviendo nuevamente al caso de Mengele y al potencial de convicción de las imágenes generadas por Richard Helmer, también en este caso es posible trazar una conexión inesperada con un patrón visual reiterado a la hora de retratar a personajes históricos infames. En la sátira ilustrada, venía siendo habitual desde hacía siglos representar a la muerte a la sombra de los sanguinarios líderes mundiales, con quienes paseaba íntimamente haciendo gala de una cierta familiaridad –recordemos en este sentido el apodo de Mengele, popularmente conocido como “el ángel de la muerte”–. Hasta tal punto los intereses de los dirigentes y la muerte resultaban comunes que, en ocasiones, parecían intercambiarse los papeles, difuminándose incluso los límites entre ambos. Ya durante la guerra franco-prusiana (1870-1871), el ilustrador francés Edmond Guilliaume realizó una macabra serie dedicada a algunas figuras representativas del Reino de Prusia, en la que los rostros de Otto von Bismarck o Guillermo I se transfiguraban en famélicas calaveras, genies de la mort [Figs. 7 y 8]. En esta original obra, encontramos una inesperada semejanza con la danza de la muerte de Wartenfelser, una obra en la que las distintas figuras y estamentos aparecen representadas en forma de escudo, diferenciadas tan sólo gracias a los tocados, medallas o símbolos característicos. Los personajes de Guillaume encarnan a la muerte, supliendo sus sanguinarias funciones, pero, al igual que en esta última danza, la muerte también los acecha, fagocitando sus rasgos en la equidad de la calavera. Esta particular estrategia representativa, a la que habría que sumar la variante de la máscara, según la cual el sádico dirigente es tan sólo una muerte enmascarada, se repite también en la primera guerra mundial y en la segunda, con Guillermo II o Adolf Hitler [Figs. 9 y 10].
Así, enmarcadas en esta nueva genealogía, las superposiciones craneofaciales del sanguinario Mengele parecen cobrar una dimensión estética diferente, disparando conexiones con referentes del fotomontaje y la ilustración satírica. Bajo el rostro de Hitler intuimos su calavera, la regencia de la muerte; sobre la calavera de Mengele, el ángel de la muerte, debemos ensamblar su rostro, imbuirla de vida.
Para cerrar esta entrada, en la que únicamente hemos trazado un par de conjeturas, como disparador de ideas y conexiones, me gustaría referirme a la última imagen generada por Helmer, la escogida para ilustrar la portada del libro, en la que se “mostraba la cara de Mengele a la edad de sesenta y cinco superpuesta sobre el cráneo, de un modo que parecía como si la calavera estuviera llevando un sombrero de fieltro”. En este caso, y esta es tan sólo una apreciación personal sin demasiado fundamento, la imagen, extrañamente poderosa, parece ubicarse fuera de tiempo, conectando con obras ante las cuales uno tiene una misma sensación de incomodidad y desconcierto –más aun, sabiendo del terrible personaje al que nos estamos refiriendo–, diluyendo las barreras entre lo cómico y lo trágico [Fig. 11, 12 y 13].
[1] Eyal Weizman, “Osteobiography: an interview with Clyde Snow”, 71. Entrevista disponible en: http://archive.forensic-architecture.org/wp-content/uploads/2012/06/Cabinet-43_Osteobiography.pdf