Compartimos una extensa cita extraída del libro de Josep M. Català “La gran espiral. Capitalismo y paranoia”, un laberíntico volumen de 600 páginas plagado de revelaciones y agudas reflexiones sobre nuestro tiempo.
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Si queremos encontrar un ejemplo de una utilización moderna de este tipo de pensamiento, que denomino alegórico, basta con acudir a una de las últimas publicaciones de Michel Serres, cuyo título Petite Poucette, en castellano Pulgarcita, hace referencia al hábil uso del pulgar que hacen los jóvenes actuales para transmitir mensajes con sus móviles. Michel Serres inicia su opúsculo sobre estas relaciones, situadas entre la innovación tecnológica y la personalidad, con una alegoría que extrae de La leyenda dorada de Santiago de la Vorágine, si bien la adapta para sus intereses didácticos. La alegoría corresponde al martirio de San Dionisio (Saint-Denis), uno de los primeros obispos cristianos de París que fue condenado por los romanos a morir decapitado, al parecer, en la montaña en la que hoy se encuentra el barrio de Montmartre. Según dice Serres, los soldados que lo custodiaban no esperaron a llegar a la cima y le cortaron la cabeza a mitad de camino. Cuando la cabeza rodó por los suelos, el santo se incorporó y, cogiéndola con las manos, continuó subiendo la colina ante el asombro y el horror de los soldados romanos.
Esta figura le sirve al teórico francés para alegorizar el carácter y la conducta de la juventud actual, que con sus tabletas y sus teléfonos móviles tienen literalmente la cabeza en sus manos, lo cual a Serres le parece un avance extraordinario. Pero el problema de las alegorías, como el de las metáforas con las que aquéllas guardan parentesco, es que siempre dicen más de lo que parece o de lo que se quiere: sobrecomunican y lo hacen a través de lo que se considera un excedente, pero que en realidad es algo básico, a saber, su expresión visual. Al ser interpretadas a través de su expresión lingüística, se tiene la impresión de que el mensaje está controlado, puesto que lo moldea una narración de la que se considera dueño absoluto el narrador. Pero la imagen desborda siempre las intenciones del autor, ya que coloca todos los significados en la superficie y los presenta al unísono, mientras que en un texto esa parte considerada subsidiaria no se ve y, por lo tanto, es como si no existiera: existe sólo lo que se dice, y lo que se dice se desarrolla a través de un transcurso temporal que, unido a la evolución diacrónica de la voz o de la frase, parece estar siempre controlada por la fuente de cualquiera de esas dos emanaciones. De la narración alegórica a la alegoría visual media un abismo que sólo se descubre cuando el texto cristaliza en imágenes.
No cabe duda de que poder contemplar tu propia cabeza puede tener sus ventajas, puesto que implica que todo aquello que con ella se hacía inconscientemente, ahora se hace visible y hay que aprenderlo de nuevo, con lo que, de las operaciones mental-corporales que antes eran prácticamente automáticas, se destila una conciencia de los actos y de las raíces de los mismos que no existía hasta el momento. A las actuaciones de la mente-cuerpo se superpondría, por tanto, una capa de reflexión, pero de tal modo que la reflexión se desprendería de la propia acción en lugar de proyectarse sobre ella, como ha sido habitual. Las nuevas tecnologías nos abocan, pues, a una teoría de la práctica que puede complementar la tradicional práctica de la teoría. Cabe dudar ahora de la efectividad del pensamiento denominado irracional, aquél que según Lukács habría emprendido en su momento un asalto a la Razón. El pensamiento irracional siempre ha sospechado de cualquier intento de imponer la presencia de una subjetividad razonante a la experiencia, ya que esa intromisión abriría una brecha entre el mundo y la experiencia vital. Pero también sus contrarios, que abjuraban de cualquier postura que no fuera capaz de distinguir convenientemente entre sujeto y objeto, se encuentran ahora sobrepasados. Todos ellos se ven sorprendidos por la retaguardia. El paradigma de la imaginación que configuran las nuevas tecnologías implica tanto la intuición como la razón, pero no para configurar un sincretismo inerte y formalista, sino como conjunto hecho de acciones complementarias en el que las fuerzas de ambas posiciones se alimentan mutuamente al tiempo que constituyen, cada una de ellas, la válvula de seguridad de la otra. De todas formas, no se trata de haber resuelto dialécticamente, en una síntesis, las previas tesis y antítesis, sino de haber traspasado una frontera en la que hemos dejado atrás los planteamientos antitéticos y, por lo tanto, también hemos visto desparecer la linealidad que los resolvía con el posicionamiento finalista de la síntesis.
Contemplar la propia cabeza puede suponer, pues, una ventaja, ya que implica colocarla en el ámbito de la visión, es decir, hacer que el sujeto sea consciente de que ve y, por lo tanto, de lo que ve. También en este caso hay un desdoblamiento, como en el anterior: la visión se duplica y, por lo tanto, el sujeto no tan sólo ve, sino que ve que está viendo. Esto puede tener implicaciones cognitivas, pero también reflexivas, a la vez que prácticas: la proliferación de cámaras digitales en los teléfonos móviles, los iPad y las cámaras propiamente dichas son una buena muestra objetiva de este desdoblamiento de la mirada. Con ellas estamos constantemente mirando nuestra mirada: resolviendo, por tanto, el problema que planteaba Bruno sobre el ojo que es capaz de verse a sí mismo o la versión moderna del observador que observa al observador de von Foerster. Todos ellos desmienten la inoperancia que Schopenhauer adjudicaba a lo que Safranski denomina «la madeja de la reflexión fichteana». Se libra de la misma «haciendo la consideración de que el conocimiento del conocimiento sólo conduce a desdoblamientos estériles». No serán tan estériles cuando las nuevas formas tecnológicas nos plantean de nuevo el problema.
Todo esto está muy bien, pero nada de ello se desprende de la figura de un santo que, habiendo perdido la cabeza, se limita a sostenerla entre sus manos, aparentemente sin saber qué hacer con ella, puesto que ni tan siquiera la puede ver. Por lo tanto, la celebración de Serres sólo tendría fundamento siempre que, aquéllos que tienen la cabeza en sus manos, tuvieran otra cabeza en su sitio para contemplar y dirigir ésa que ha sido cercenada. La situación es parecida a aquélla en la que estamos cuando sostenemos con las manos el laptop o el iPad. Pero estos instrumentos no son duplicaciones de nuestra cabeza; ni siquiera lo son sólo de nuestro cerebro, sino que constituyen principalmente reproducciones de nuestra mente. De manera que, con ellos, lo que estamos viendo es el conocimiento.
Personajes con dos cabezas, desdoblados, escindidos: monstruos o paranoicos. ¿Es esto lo que estamos buscando? A Gödel y a otro matemático loco, el americano Emil Post, le preocupaban estos problemas, que derivaban del teorema de incompletitud elaborado por el primero de ellos: «cuando un espíritu humano razona sobre el concepto de espíritu humano, parece que el concepto que es objeto del razonamiento debe aplicarse al sujeto de este razonamiento». Y, por lo tanto, en principio no puede resolverse a sí mismo: el espíritu humano no puede aplicar su capacidad de razonar para desentrañar los fundamentos de su capacidad de razonar. En principio.
Dos cerebros pensando en un circuito en serie, uno sobre el otro, podrían resolver el problema que plantea Gödel y que, de refilón, se inserta en el drama de Post. Éste fue siempre a rebufo de los descubrimientos de Gödel, a pesar de que, en realidad, se adelantó a ellos y planteó además una problemática completamente distinta, a saber: la posibilidad de una nueva forma, inusitada y quizá para nosotros indiscernible, de pensar. Turing había ideado un experimento mental, la llamada “máquina de Turing”, con un programa que permitía establecer unas reglas precisas para el pensamiento, aplicables a supuestas máquinas inteligentes: «¿Podemos pensar un proceso de pensamiento que ninguna máquina de Turing sería capaz de reproducir? Es decir, formular otras reglas, un modo de razonamiento que sería, por tanto, inusitado (que nadie ha imaginado aún), o probar que el espíritu humano puede pensar sin seguir ninguna de estas reglas mecánicas y, en este sentido, libremente». Ésta era la pregunta que Post se hacía una y otra vez. El precio a pagar por esta osadía está claro: la locura, «que supone una desviación con respecto al espíritu del tiempo y a nuestros pensamientos habituales». Parece, por los escritos de Post, que es precisamente esto lo que el matemático pretendía hacer, es decir, desviarse del espíritu del tiempo para conseguir resultados en la vena de los de Turing, pero para contradecirlos: un programa que probara que el pensamiento humano es de tal naturaleza que no puede ser reproducido por máquina alguna. Pero Cassou-Noguès apunta otra posibilidad, que es inquietante y que conecta mucho mejor con la conocida patología de Post: «la “locura” de Post, en sus textos lógicos, consiste en hablar de otra cosa que no nos concierne, en la que nosotros no nos podemos reconocer, bajo la cobertura de la lógica, tomando como pretexto la lógica: imaginando razones lógicas que le permitirían decir lo que no podía decir de otra manera».
El pensamiento alegórico-poético, cuya posibilidad planteaba al referirme a determinadas series paranoicas, como la de la muerte de los filósofos franceses, se acerca, pues, a esta locura que entreveía Post en la lógica matemática: es decir, a la posibilidad de otra manera de pensar prácticamente indecible. Ya he indicado antes que el régimen de la paranoia se instalaba más en el ámbito de la imagen que en el del texto, y es obvio que la alegoría pertenece al campo del pensamiento visual, especialmente cuando cristaliza en una imagen visible. Por otro lado, es sabido que «la locura de Post pasaba por las imágenes, mientras que la de Gödel lo hacía por los miedos». Dalí lo tenía muy claro: «Si los físicos producen antimateria, les está permitido a los pintores, y a especialistas en ángeles, pintarla».
De la alegoría de San Dionisio se desprenden, pues, dos operaciones coaligadas: una nos ilustra sobre un aspecto menos positivo, más sombrío, de la tecnología contemporánea y que es, por lo menos, tan cierto como el otro, más optimista, que defiende Michel Serres. Es cierto que las tecnologías actuales tienen un potencial extraordinario y que nos empujan a cambiar de personalidad, de carácter, pero al tiempo que nos ofrecen esta vía, nos cortan la cabeza; cabeza que se hace imprescindible recuperar, si se quiere aprovechar realmente la revolución que proponen esas tecnologías.
Puestos a seguir con el pensamiento alegórico propongo que, para resolver las contradicciones que se desprenden de la imagen alegórica de San Dionisio, recurramos a otra alegoría, la que se refiere al relato bíblico de Judit, tan apócrifo e ilustrativo como el del santo. También en este caso, la alegoría debe funcionar tanto a nivel argumental como visual, ya que el significado proviene de ambas lecturas. Pero repito que es en la representación visual donde los rasgos más destacados de la alegoría se ponen de manifiesto de manera plenamente efectiva.
Recordemos someramente la historia: Judit, la heroína judía, seduce al general enemigo Holofernes y, cuando logra así introducirse en su tienda, le corta la cabeza, lo que confunde al ejército babilonio y propicia la victoria de Israel. Al decir que la puesta en imágenes de las alegorías es más concluyente que la narrativa que las sostiene, lo hacía pensando precisamente en lo productivo que resulta comparar sendas representaciones de las historias de San Dionisio y de Judit. En ellas está la esencia alegórica, más allá de los matices que contiene el relato y que pueden ser fuente, cada uno de ellos, de diversas interpretaciones alegóricas y de sus correspondientes visualizaciones. Cada visualización constituye, pues, el resultado de una interpretación alegórica.
Contrastemos, por lo tanto, la imagen de San Dionisio portando su cabeza en la mano con la de Judit llevando en la suya la del general enemigo. Judit no ha perdido la cabeza, sino que la conserva: en su mano lleva otra cabeza, la cabeza enemiga, como enemigas nuestras parecen, en principio, las nuevas tecnologías, puesto que dan la impresión de ir contra nuestra esencia como seres humanos: si hemos de ser fieles a la interpretación de Serres, nos cortan la cabeza. ¿No serán, por tanto, ellas las representantes de Judit y nosotros el cuerpo muerto de Holofernes?
Una mujer porta, pues, en sus manos la cabeza cortada de un varón: el simbolismo feminista sube con fuerza pero espontáneamente a la superficie. Recordemos el famoso cuadro de Artemisia Gentileschi sobre este mismo asunto. Pero en él, además de una alegoría, lo que se representa es una pulsión. He aquí, por consiguiente, la aparición de un símbolo dentro de la alegoría. Este símbolo puede ser, a su vez, alegorizado: nuestro mundo, esa esencia que temíamos perder con la ola tecnológica, pertenece al universo masculino. Si queremos avanzar con las necesarias transformaciones, quizá sea necesario eliminar o, cuando menos, transformar esa mentalidad, esa cabeza: colocarla al servicio de la otra. Ello nos permitirá regirnos con la nueva cabeza, la femenina, cuya sensibilidad está más acorde con el universo imaginativo que nos aguarda. Judit, por lo tanto, no sólo no ha perdido la cabeza, sino que ahora tiene dos. Una rige la otra, o aquello que es posible y necesario conservar de la otra. Es por eso que la alegoría de Judit es más fructífera que la de San Dionisio.
Post, en su búsqueda del programa perfecto que humanizase la tendencia a privilegiar las máquinas de Turing, hablaba de obreros más que de maquinarias para ejecutar los programas lógicos: «trabajaba sobre el espíritu, para comprender su funcionamiento, con la esperanza de obtener una representación del pensamiento más amplia o más natural que la de Turing». Pero Post pronto se dio cuenta de que su obrero debía memorizar las instrucciones del programa, lo que introducía variables subjetivas en su funcionamiento, y para solventar el problema ideó la figura, obviamente alegórica, de una tortuga que, sobre su caparazón, llevaría una pantalla donde estarían inscritas las instrucciones del programa que debía ejecutarse. Esta tortuga reemplazaba al obrero, pero introducía otro problema, el hecho de que el animal no podía ver las instrucciones, puesto que las llevaba sobre su dorso. Solucionó el dilema incorporando un asistente que seguía a la tortuga y le iba leyendo las instrucciones. He aquí, pues, cómo un matemático, lógico pero loco, llega a la conclusión de que dos cabezas son mejor que una.
San Dionisio, de buenas a primeras, nos muestra una regresión del cuerpo y la mente, mientras que Judit nos vaticina un avance, una conquista: no una pérdida de la cabeza, sino una duplicación de la misma. De momento, Judit parece convertirse en un monstruo de dos cabezas, pero lo que a la larga surgirá de la operación será una figura multifacética como la de Ravana, el héroe del Ramayana, cuya condición masculina es, para el caso, irrelevante.
De lo que nos advierten estas lecturas alegóricas enfrentadas es de que hay que ir con pies de plomo con el optimismo, ya que una excesiva dosis de su medicina nos ciega y nos impide contemplar el verdadero alcance de lo nuevo. El que se entusiasma automáticamente con la novedad conserva aún el espíritu modernista intacto, esa parte infantil del mismo que celebra no tanto el contenido de lo nuevo como la novedad en sí. Pero lo nuevo no es nunca lineal ni superficial. Hay que considerar que existe un antes y un después del instante supremo de los fuegos artificiales, cuando con mucha apariencia y algo menos de enjundia se consumen coloradamente grandes dosis de pólvora, de cuya composición química nada se sabe o se quiere saber.
Basta poner, pues, el pensamiento en imágenes para avanzar en dirección a otra racionalidad. No es algo que suceda automáticamente, pero la puerta queda abierta a través de la visualidad conceptual. La imagen nos atrae hacia su fondo de superficie, nos obliga a establecer conexiones que no eran posibles fuera de su mundo, nos empuja a reconfigurar lo visible y a descubrir en su pulida faz especular una nueva lógica inusitada que, desde los parámetros del pensar tradicional, es decir, de la normalidad, sólo puede equipararse a la locura.
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La gran espiral. Capitalismo y paranoia – Josep M. Català (Sans Soleil Ediciones, 2016)