Compartimos un fantástico apartado del tercer capítulo de Anticipaciones del paraíso de Rosa Alcoy, en el que se plantea la importancia de la polémica sobre la visión beatífica, atendiendo al impacto visual y artístico que generó el tema.

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El programador medieval se enfrentó de forma constante a los problemas que plantea la representación del alma, un tema en torno al cual se concentran ciertas cuestiones fundamentales de la es­catología cristiana. Se trate de un juicio individual o de un juicio generalizado, el alma adquiere un papel principal en la historia del individuo y en la narración de su existencia en el Más Allá. La presencia del alma en los contextos funerarios le confiere un protagonismo esencial.

Según la concepción cristiana más divulgada, el alma de cada individuo abandona el cuerpo después de la muerte y comparece como espíritu aislado, prolongando la existencia de un ser humano incorpóreo –dejamos ahora a un lado las concepciones que avalan la idea de un cuerpo específico del alma– a la espera del Juicio Final. La separación multitudinaria de los cuerpos de las almas bienaventuradas puede verse en un mural dedicado a narrar la historia de Santa Úrsula y las once mil vírgenes de Vigo di Cadore, elaborado por un pintor veneciano que se ha considerado activo a mediados del siglo XIV [fig. 3.3].

 

Según el dogma cristiano, y pese a la consideración de algunas excepcio­nes, el alma y el cuerpo del ser humano no se reencuentran hasta el final de los Tiempos. Sin embargo, para poder re­presentar las almas es preciso otorgarles una dimensión corporal. En esta coor­denada la relación entre alma y cuerpo es vista desde dos vertientes distintas que determinan el desfase entre una herencia platónica en la que el cuerpo se define como cárcel del espíritu, y la plasmación tangible y paradójica en la que el alma comparece en su forma corporal sin ex­cesivos reparos, estableciéndose un lugar común que se desarrolla largamente en el periodo gótico. Lo que más nos interesa para la buena comprensión de los pro­blemas que vamos a plantear más ade­lante es la imagen del alma calcada sobre el cuerpo del cual nace. Se consigue una visión antropomórfica miniaturizada en la cual el espíritu se configura a imagen del cuerpo. En algunas ocasiones, el espí­ritu del ser humano reproduce fielmente su aspecto calcando la indumentaria y sus rasgos principales.

El alma es vista como un micro-per­sonaje dotado de cuerpo humano que abandona el cadáver para elevarse a una nueva dimensión. Lo vemos, por ejem­plo, en el retablo de san Pedro mártir procedente de Santa María de Sigena (MNAC). En otros casos el alma es un ser antropomorfo que sale de la boca del difunto; por ejemplo, en los murales que muestran la muerte de los santos fran­ciscanos en la iglesia de San Fermo en Verona. En estos casos, la forma humana no suprime siempre la idea de espira­ción, de pérdida del hálito vital, ya que, con cierta frecuencia, el alma se concibe como busto cuya zona inferior toma una forma cónica que se prolonga por medio de hilos que se hallarán todavía unidos al cuerpo del difunto.

En algunos casos se opta por un vestuario emblemático, como el hábi­to blanco resplandeciente con el que se viste, en determinadas ocasiones, a Cristo y a algunos ángeles. Podemos verlo en obras que describen la recep­ción de las almas en el Paraíso [fig. 3.4]. Ahora bien, la naturaleza anónima de las almas, vistas en pie de igualdad, se trate de pájaros o de imágenes antropo­morfas, vestidas o desnudas, se opone al deseo de identificación que llevó al­ternativamente a revestirlas imitando la fisonomía, la compostura o los atribu­tos de sus propietarios. Muy pronto el alma de san Francisco será vista como un alma que –paradojas del cuerpo aní­mico– puede mostrar los estigmas. Un contrasentido curioso que, si nos referi­mos al espíritu y no al cuerpo, persiste también en algunos Descendimientos de Cristo al Infierno, cuando se supo­ne que el cuerpo de Jesús permanece en el sepulcro y es su lado divino o espiri­tual el que se enfrenta con los poderes del Demonio y quebranta las puertas del Limbo de los Patriarcas. El alma de san Francisco puede verse en la pintura giot­tesca de la basílica superior de Asís, en la capilla Bardi de la Santa Croce [fig. 3.5] o en la obra del Pseudo-Jacopino en la Pinacoteca Vaticana [fig. 3.6]. Giotto y algunos de su contemporáneos encerra­ron el busto del alma orante en una es­pecie de esfera abierta, heredera del cli­peus. Simone Martini retoma el motivo en la Muerte de san Martín de la capi­lla de san Martín de la basílica inferior de San Francisco de Asís, pero lo hace prescindiendo de la forma clipeata6. En estos casos se trata del alma en la ima­go clipeata, un motivo que consagra un tema del arte funerario paleocristiano y que indica el viaje del espíritu trans­portado por ángeles que dejan atrás la escena de los funerales del difunto, por ejemplo en los ciclos consagrados a san Francisco y a la Magdalena en la basíli­ca de Asís o en el Políptico Stefaneschi. En este último también se pueden ana­lizar las figuraciones de las almas de san Pedro y san Pablo, representadas en sus respectivos martirios como almas ala­das, calificables como almas angelicales o plumadas.

En todos estos casos la ascensión al cielo no concluye en teofanía o visión de la divinidad. El alma en el clipeus o en la mandorla comporta el recuerdo de la Ascensión o la Asunción. Ahora bien, proclamar la salvación de uno mismo se convierte en un tema incómodo. La capacidad de faire son prope salut es in­negablemente una cuestión presente, que permite ver a las almas anónimas as­cendiendo a los cielos gracias a las tareas de los ángeles psicóforos o portadores de es­píritus. Los problemas se plantean en el proceso de individualización del alma y en la presentación inmediata de la mis­ma ante Dios.

Esta frágil arquitectura se sustenta so­bre la ambigüedad de muchas represen­taciones, que se disponen a manera de commendatio animae benéfica que puede dar o no acceso al Paraíso. Resulta difícil ir más lejos sin caer en un juicio benéfico autógrafo (salvífico) y, por tanto, incon­veniente o muy inconveniente a los ojos de los demás mortales. El bienaventurado es considerado digno de la beatitud (o de un estado de bienestar eterno) que no se alcanza si no es gracias a la salvación. Una vez son reunidas las condiciones exigidas para alcanzar la gloria, se pue­de esperar un lugar en el espacio sagrado que habita el Dios trinitario. Ahora bien, hay que ser santo o figura del Antiguo Testamento para conquistar el Más Allá en el pensamiento de los hombres. No se olvide la dificultad que comporta saber en la tierra el resultado de los Juicios de los individuos particulares. En este sen­tido, siempre puede permanecer la duda sobre el destino último que espera a la persona, dado que el juicio definitivo y la determinación de su lugar en el Más Allá incumben al Ser Supremo. Las visio­nes faciales de la divinidad que se prodigan en el Antiguo Testamento se refieren a visiones a través de figuras y de imáge­nes, según establece Emilio Sauras en su introducción a la cuestión 92 del Tratado de los Novísimos de Santo Tomás, y aña­de: “Lo que San Pablo llama precisamen­te visión mediata, oscura, parcial. A ésta contrapone el Apóstol la que tendremos cuando venga el fin; y a la que tendre­mos cuando venga el fin es la que él llama ‘cara a cara’. El hombre podrá entonces contemplar a Dios de hito en hito, sin cegarse y sin morir, porque contará con el auxilio del llamado lumen gloriae, de la luz de la gloria, que le capacitará para la visión que de otra manera no podría tener”. Envuelto por la luz de la glo­ria, el alma puede acceder finalmente a la Visión de Dios. Por tanto, y pese a todas las dificultades, era posible creer que las buenas almas accedían al cielo para obtener una forma perfecta de glo­ria, sin que fuese normativo esperar el fin de los tiempos. Sin embargo, estas creencias, ampliamente difundidas en época románica, fueron puestas en tela de juicio por Juan XXII (1316-1334), identificable como Jacques Duèse, car­denal y obispo de Ostia, antes de ser elegido papa.

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