En comparación con el cine mudo, el placer es más sutil debido a que estamos solos en este teatro y la audiencia y el operador es una sola persona. Podemos hacer que la historia avance rápido, podemos incluso saltar, pero también podemos detenernos bruscamente. Entonces, repentinamente, no es tanto una pieza fuera de la historia que cuenta, sino una imagen individual con sus cualidades propias. Es aquí donde surge la superioridad de la novela en imágenes.
Así describía Hellmut E. Lehmann-Haupt la experiencia de lecto-visionado que generaban las novelas en imágenes. En 1930, año en que se publicó la crónica de Lehmann-Haupt en la conocida revista Publishers Weekly, la aparición de varias novelas realizadas a partir de grabados despertó la curiosidad de los lectores y parecía presagiar una nueva moda. Sin embargo, el género nunca llego a crear escuela y, durante las siguientes décadas, tan sólo un puñado de artistas siguió el camino iniciado por Masereel, Ward o Nückel. El final de los años veinte fue su mayor momento de gloria, a rebufo del cine mudo que vivía, igualmente, su época dorada.
Thomas Mann, al prologar Mi libro de horas de Masereel, también incidía en esta inevitable comparativa:
¡Oscureced la habitación! Sentaos aquí, a la lámpara de lectura, con este libro, y dejad que proyecte su foco de luz sobre las imágenes mientras vais pasando hoja por hoja: no demasiado despacio; no pasa nada si no le encontráis el sentido a cada imagen inmediatamente, tampoco es importante en ese otro lugar; dejad que vayan pasando sus figuras en intenso blanco y negro, y oscilantes luces y sombras, desde la primera en la que un vagón de tren ladeado rugiendo entre humo lleva al héroe a la vida hasta el paseo por las estrellas de un esqueleto al final: ¿Dónde estáis? […] ¡Mirad y disfrutad, y dejad que vuestra afición al espectáculo os sumerja a través de la confianza más fraternal!
El lector-operador debe dejarse llevar, preparar la sala oscura a la luz de una lámpara y recorrer entre sombras este espectáculo en blanco y negro. Como apunta Mann, la velocidad con la que abordamos el relato quizás implique que la primera vez no entendamos plenamente cada imagen pero, y aquí radica la diferencia, podemos detenernos bruscamente, podemos volver una y mil veces sobre los más de 200 grabados que componen Destino. Este detalle, esta particularidad de la experiencia pseudo-cinematográfica que ofrecían las novelas en imágenes –el poder detenernos y el poder congelar un instante–, encuentra un paralelismo en el uso que buena parte de la crítica cinematográfica actual hace de los frames y de su análisis “como imágenes individuales con cualidades propias”. La nueva cinefilia ha cambiado la oscura sala de cine por el salón de sus casas, ya no dependen de la azarosa distribución de las copias, Internet –sin entrar a debatir las descargas– permite que (re)veamos y detengamos libremente las películas, que dialoguen entre ellas, que los frames, al igual que los grabados, nos hablen de las obras y se entremezclen con otras imágenes y referencias. Como apunta Deborah García Sánchez-Marín en un texto dedicado a la película The Immigrant y publicado en la plataforma/web Visual 404
El hecho de poder ver las películas muchas veces hace que las imágenes se relacionen como nunca antes lo habían hecho, las lecturas ya no se realizan solo de manera lineal y de principio a fin, dando lugar a relatos que se bifurcan entre las narraciones más clásicas y narraciones que ya poco tienen que ver con la evolución de los acontecimientos hacia el futuro y más allá de cómo esos personajes evolucionan en el tiempo de la ficción.
En las novelas en imágenes, encontramos en estado germinal esta tendencia a “framear” las películas, esta libertad en la que Lehmann-Haupt localizaba la superioridad de la novela en imágenes respecto al cine mudo.
En este sentido, hace tan solo unos días pudimos disfrutar de “Wordless!” en el festival Comicopolis de Buenos Aires, un espectáculo ideado por el célebre historietista estadounidense Art Spiegelman en el que reivindica las novelas en imágenes, dando cuenta de la influencia que éstas han ejercido en su trayectoria. Tras musicalizar el sexteto de jazz que acompaña al dibujante episodios de Destino y otras fantásticas obras de Lynd Ward o Milt Gross, Spiegelman explicaba que que quizá la lectura que habían ofrecido en pantalla había sido demasiado acelerada, subrayando nuevamente que estas novelas “requieren muchas relecturas, donde puedan avanzar a su propio ritmo y perderse en sus sutilezas”.
Convengamos, por tanto, a tenor de lo dicho por todos estos autores, que el ritmo de lectura y sus equivalencias y desemejanzas respecto al cine es un elemento clave a la hora de valorar y disfrutar estas maravillosas novelas.
Ander Gondra.