En agosto de 2010, en el entorno de una exhumación de una gran fosa común de la Guerra Civil Española (1936-1939) en La Pedraja, en la provincia de Burgos, que contenía más de cien cuerpos, un anciano se acercó pausadamente a la oficina portátil ubicada en el entorno de la excavación –donde recogíamos testimonios, fotografías y todo tipo de documentos relativos a las personas ejecutadas y a las circunstancias del crimen– y, tras observar atentamente el despliegue arqueológico y forense, nos dijo a los presentes, en un susurro, mirando con desconfianza a derecha e izquierda, mientras abarcaba toda la extensión de la fosa con su bastón, regalándonos una confidencia: “¿habéis asegurado el perímetro?” Esta anécdota, en principio insustancial, tiene sin embargo una enorme significación, y apela directamente al corazón de la argumentación de Keenan y Weizman en su luminoso libro La calavera de Mengele.
El recelo del anciano hacia las posibles consecuencias de la reaparición de estos cuerpos ejecutados siete décadas antes durante la feroz represión de civiles vinculada al avance del ejército sublevado en la guerra, no es nada extraño en las exhumaciones contemporáneas españolas. En ese entorno tan inhóspito como es una fosa común, donde restos esqueléticos mal enterrados despliegan públicamente sus heridas, sus agravios y su abandono social, legal y político de décadas, las culturas del miedo acunadas entre los derrotados durante el franquismo se hacen patentes, especialmente en personas de la generación más anciana, que experimentaron la guerra como niños, vivieron la parte más sustancial de sus vidas bajo el franquismo, y aún hoy llevan el silencio y el temor fuertemente anclados en su estructura de sentimientos. La evidencia inapelable asociada al hueso inscrito por disparos, fracturas y otras huellas de maltrato peri-mortem revive y pone en circulación trágicas historias del pasado muchas veces silenciadas incluso en el contexto familiar, y en la mayor parte de los casos también guardadas como un obscuro secreto público, especialmente en el ámbito rural.
Pero, en el contexto del libro que tiene el lector entre las manos, lo verdaderamente llamativo de este incidente es que el anciano utilizara una expresión de origen policial y forense para calmar su ansiedad, espantar a sus fantasmas y asegurarse de que el procedimiento de rescate de los cuerpos fusilados era el adecuado. Su preocupación sugiere que, para él, la pulcritud del procedimiento técnico era una parte consustancial de la dignificación de esos restos y de su memoria. Lo primero de todo, asegurar el perímetro. Simultáneamente, con ese breve e imperfecto esbozo de una sofisticada práctica técnica, el anciano establecía una relación de complicidad y conocimiento compartido con los científicos a cargo de la excavación. Un comentario semejante era inimaginable apenas unas décadas atrás, cuando las exhumaciones de la Guerra Civil que se llevaron a cabo antes durante la Transición y hasta el año 2000 carecían de apoyo técnico, eran llevadas a cabo por los propios familiares con picos y palas; desembocaban en entierros colectivos de restos indiferenciados; los tiros de gracia eran la principal evidencia reconocible de las ejecuciones; las identificaciones eran fundamentalmente intuitivas; y el número de personas exhumadas se contabilizaba grosso modo por el número de cráneos rescatados.
No pocos autores han denominado efecto CSI a esta nueva fascinación por el cadáver y el hueso, a la paulatina penetración de las lógicas y retóricas forenses en el imaginario popular transnacional, y a su gran poder explicativo y analítico para establecer marcos de referencia para dar sentido a la violencia, la muerte, el crimen y todas sus derivadas. Como prueba de su escala, este efecto puede extenderse incluso, como hemos visto, a generaciones ya mayores que viven su cotidianeidad en parajes rurales de la geografía española. Es evidente que las series de televisión con trama forense, como CSI o Bones, o la propia novela negra contemporánea, no son las únicas causantes de este fenómeno –que es más profundo, globalizado y extenso–. Pero sí son indicadoras de un nuevo tipo de fascinación por el cadáver y el hueso, y también las principales divulgadoras de un nuevo orden de realidad y evidencia que está transformando nuestra concepción del mundo, de la vida y la muerte, del cuerpo humano, de la relación entre ciencia y verdad, de la justicia, de la reparación del daño, de los protocolos funerarios, o incluso de la mente criminal. Así, las series televisivas y las novelas que nos atrapan en sus sofisticadas tramas técnicas forman parte de un proceso más amplio y todavía insuficientemente comprendido donde las prácticas y discursos científico-forenses han inaugurado una nueva epistemología en la que el cuerpo violentado, y sus procedimientos de desciframiento científico-técnico, se han colocado en el centro del escenario y atraen todos los focos.
Este acentuado giro forense en la comprensión de la realidad y especialmente de la violencia, en buena parte enmarcado en tramas policiales –al menos en su versión televisiva y novelada–, ha llegado de manera especialmente llamativa a las prácticas de los derechos humanos y al esclarecimiento de crímenes de guerra y de lesa humanidad, ya sea verificando la muerte de perpetradores, recuperando e identificando víctimas, o amasando evidencias criminales que, en no pocos casos (aunque no ocurre así en España), entran a formar parte de procesos penales. Se trata de un cambio de paradigma de amplio espectro, que nos plantea nuevos tipos de preguntas. ¿Por qué esta creciente necesidad de acercarse al cuerpo herido? ¿Cuáles son las razones del predominio cada vez más acusado de las ciencias forenses en los procesos de reciclaje contemporáneo del pasado violento? ¿Cuáles son las raíces históricas y las características del despliegue contemporáneo de este proceso? ¿Qué consecuencias están teniendo en los discursos y prácticas de los derechos humanos en el siglo XXI? ¿Hasta qué punto están desplazando modalidades de memorialización que parecían ya consolidadas desde antaño? ¿En que contextos, con qué procedimientos y estructuras jurídicas e institucionales, y por qué razones se están excavando y exponiendo con metodología forense diversas modalidades de violencia en muchos lugares del mundo? ¿Cuáles son los mecanismos de duelo y reparación de las víctimas que se ponen en marcha y cuál es el potencial y cuáles las limitaciones de este nuevo modelo corpocéntrico de gestión del pasado traumático? Aún necesitamos bastante tiempo para responder adecuadamente a la mayoría de ellas.
La calavera de Mengele de Keenan y Weizman viaja precisamente a uno de los momentos fundacionales en los que las ciencias forenses empezaron a ponerse al servicio de la resolución de violaciones de los derechos humanos. Y lo hicieron con el reto de identificar más allá de una duda razonable un esqueleto de alto voltaje, atribuido a uno de los principales criminales de guerra nazis –y, paradójicamente, un desaparecido, aunque por voluntad propia–. La trama es en sí suficientemente novelesca. Tras su tenebroso paso por Auschwitz, su rastro se perdió en Sudamérica después de la derrota alemana. La localización en São Paulo de un cadáver cuya identidad falsa causó sospecha, unido a otras pistas sobre su presunto paradero en Brasil, activó las alarmas. Algunos forenses que estaban llegando a Argentina para organizar la búsqueda e identificación de detenidos-desaparecidos de la dictadura, como Clyde Snow, se movilizaron rápidamente para intentar identificar estos restos y aclarar el destino final de tan oscuro personaje, un objetivo prioritario de las organizaciones caza-nazis.
Como señalan los autores del libro, gracias a casos como el de Mengele, a mediados de los años ochenta comenzó un desplazamiento crucial y paulatino desde la era del testigo, que había dominado la memoria del pasado traumático en los años anteriores –especialmente en relación con el Holocausto, tal y como se expresó en el juicio al banal Eichmann en Jerusalén o en documentales como Shoah de Lanzmann–, hacia la que podría denominarse como la era de los huesos, en la que los forenses empiezan a ocupar un lugar preponderante en el espacio público, y sus modelos de análisis y establecimiento de la evidencia comienzan a cohabitar paulatinamente el espacio de la verdad histórica. Todos los dilemas planteados por el testigo (fallos de memoria, problemas de fiabilidad, perspectiva, tramas de culpabilidad encubiertas, máscaras del estrés post-traumático, dificultades para expresar el sufrimiento, etcétera, tan debatidos en la bibliografía sobre testimonio y memoria) se desvanecerían ante la aparentemente inapelable evidencia inscrita en el hueso y la capacidad técnica de los expertos forenses para descifrar científicamente en sus trazas materiales no sólo los rastros de la violencia, sino aspectos muy concretos y validables de la experiencia vital del individuo –el método osteobriográfico de Clyde Snow–.
Pero el asunto no es tan sencillo. Las técnicas y retóricas forenses, como ocurre con la ciencia en general, no se traducen automáticamente en verdades inmutables, sino que están envueltas en una enorme complejidad y operan con un gradiente de incertidumbre que amerita una detallada autopsia social. Efectivamente, el caso Mengele sirve a Keenan y Weizman para demostrar que la ciencia forense es, además de una sofisticada técnica que se mueve necesariamente en términos probabilísticos –y no en verdades inmutables–, una elaborada estética y un eficaz arte de persuasión. Es decir, lo que los productos y derivados forenses tienen de arte, de sensibilidad, de lógica, de espectáculo e incluso de magia explicativa, se retroalimenta con su prestigio creciente como procedimiento científico. Es sin duda la combinación de estos factores, junto a su nueva visibilidad mediática, la que explica en parte el éxito del relato forense de la realidad, que debe entenderse como “una nueva sensibilidad cultural” de indudable magnetismo en el mundo contemporáneo.
Esta fascinación por el cadáver y el resto óseo, tan vieja como la especie humana, expresada históricamente en los rituales funerarios o en el culto a las reliquias, se redimensiona drásticamente en la actualidad mediante nuevas tecnologías cada vez más sofisticadas y penetrantes de visualización corpórea generadoras de nuevas iconografías, que nos obligan a repensar los límites y fragilidad de nuestros tejidos, de nuestros órganos y de nuestra propia existencia –desde rayos X a reconstrucciones cráneo-faciales, evidencias balísticas, huellas dactilares, esquemas de variantes anatómicas, perfiles biológicos, odontogramas, muestras de ADN, esquemas genotípicos, patologías inscritas en el hueso o rastros de heridas y lesiones ante, peri y post mortem. Pero lo que Keenan y Weizman plantean en su libro sobre el proceso de identificación de Mengele va más allá de la ya de por sí enrevesada intersección del mundo forense con el universo del crimen o con los derechos humanos. Como un jeroglífico con múltiples significaciones entreveradas, el libro se despliega como una breve pero sutil y contundente disección de un momento crucial en la emergencia de un nuevo paradigma de interpretación de la realidad de raíz forense, con un enorme potencial transformador, que nos obliga a replantear profundamente los perímetros de experiencia humana, y a repensar drásticamente los espejos en los que nos reflejamos.
Francisco Ferrándiz
(ILLA-CCHS, CSIC)