Compartimos un fragmento de la introducción de Daniel López del Rincón (compilador del libro) al libro Naturalezas mutantes. Del Bosco al Bioarte, en el que se proponen cinco sencillos ejemplos que nos ayudan a entender mejor el planteamiento de partida del libro, mediante un poliédrico recorrido por “la naturaleza”, un término controvertido y polisémico, que no describe sino que construye el significado de la realidad que designa.
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La naturaleza (como tampoco la práctica artística) no se encuentra aislada en una vitrina, al margen del tiempo y del espacio. La naturaleza (como también la práctica artística) es dinámica y conflictiva, problemática y mutante, tanto en términos materiales como discursivos. Por ello, asumiendo la imposibilidad de abarcar en su totalidad la cuestión, proponemos, como si se tratara de un álbum de familia (que es siempre una visión tan real como construida, tan parcial como verosímil), el recorrido por cinco fotografías posibles, que reproducen cinco momentos de los últimos mil años en los que identificar el carácter plural y problemático de las relaciones entre arte y naturaleza.
Fotografía nº 1. Un insólito encuentro entre el arte y la naturaleza en el sacramentario milenario del abad Oliba (1038)
A principios del siglo XI, el obispo Oliba de Vic, también abad de Ripoll y Cuixà, encargó el Sacramentarium Vicense, realizado en el importante scriptorium de Vic, que tenía que ser el nuevo libro de oraciones de su catedral. Se trata de un códice de gran valor, en parte por ser uno de los manuscritos conservados más antiguos de Cataluña. El análisis de la naturaleza en este manuscrito nos permite identificar hasta tres dimensiones de la misma. La primera es la presencia de motivos vegetales y animales fantásticos en algunas de sus letras capitales. La segunda se encuentra en el mismo soporte, que debió necesitar de entre cuarenta y cincuenta animales para la elaboración de los ciento treinta y un pergaminos que componen el sacramentario, en los cuales pueden identificarse pequeños puntos en las zonas donde había vello, marcas del raspado como resultado de la preparación del pergamino o, lo que resulta completamente evidente en la imagen, un agujero que se corresponde con el hueco dejado por el pezón del animal. La tercera, más difícil de datar pero que nos lleva hasta el siglo XXI, es la presencia de hongos y bacterias (incluso un bacilo capaz de vivir cien años) que, junto con las ratas que han mordisqueado sus hojas a lo largo del tiempo, componen una insólita presencia literal de la naturaleza en el manuscrito que ha llegado a amenazar la conservación del documento y que, después de una restauración en el Monasterio de Sant Pere de les Puel·les, se encuentra fuera de peligro.
Fotografía nº 2. “… y dos dientes de narval” en el inventario postmortem del Duque de Berry (1340-1416)
A la muerte en 1416 de Jean I de Berry se hizo un inventario de sus bienes, un conjunto sumamente heterogéneo de objetos de gran valor. En él se encontraban, aún sin encuadernar, las páginas que debían conformar el Libro de Horas, cuya importancia ha elevado al Duque de Berry al olimpo de los coleccionistas de la Historia del Arte. En él podemos encontrar, especialmente en las escenas dedicadas a los meses del año, un verdadero catálogo de interacciones entre el ser humano y la naturaleza, desde el gélido invierno del mes de febrero o el inicio de la labranza en marzo, hasta la siega de los meses de junio y julio, la siembra de octubre o la escena de caza de diciembre. Pero al margen de esta célebre obra, en la que la naturaleza aparece de una manera representada, el inventario del Duque de Berry refleja un gusto muy diverso, en el que conviven objetos de origen natural con otros de inequívoco carácter artístico. Cuando Julius von Schlosser, en su estudio pionero sobre Las cámaras artísticas y maravillosas del renacimiento tardío, analiza con detalle este inventario, pueden distinguirse fácilmente dos grupos de elementos. Entre los objetos de orden artístico se mencionan antigüedades procedentes del mundo griego y romano (vasos decorados, medallones inscritos o camafeos ornamentados) y, desde luego, el Libro de Horas, parcialmente iluminado por los hermanos Limbourg. Entre los objetos naturales destaca la presencia de dos dientes de narval (un tipo de cetáceo), regalo del Papa Juan XXII, que Schlosser asocia con un tipo de objetos que con posterioridad serían frecuentes en las colecciones europeas: huevos de avestruz, mandíbulas de serpiente, cerdas de puerco espín, colmillos de jabalí, dientes de ballena, pieles de oso blanco, conchas y todos tipo de seres marinos. Coincidiendo con los últimos episodios de la Edad Media, el inventario del Gran Duque de Berry, anticipa en muchos sentidos el coleccionismo moderno, y con él, un renovado gusto por las “rarezas” del mundo natural.
Fotografía nº 3. Naturalia y artificialia en la “Cámara de las maravillas” de Olle Worm (1588-1654)
La fotografía anterior sintoniza muy claramente con las descripciones conservadas de las “cámaras de las maravillas” manieristas, como pudiera ser la de Fernando del Tirol en su Castillo de Ambras (localizado cerca de Innsbrück) o de Olle Worm, del que conservamos un magnífico grabado de su Museum Wormianum, donde pueden reconocerse el tipo de elementos descritos por Schlosser. Los objetos de las Kunst und Wunderkammern (que es el nombre por el que se conocen en su terminología original las “cámaras de las maravillas”) son, como sucedía con la colección del Duque de Berry, muy diversos, pero todos ellos pueden agruparse en dos tipos principales: artificialia (objetos realizados por el ser humano) y naturalia (objetos procedentes de la naturaleza). Hay que tener en cuenta que el desarrollo de las cámaras de las maravillas en la Europa de los siglos XVI y XVII discurre en paralelo al desarrollo del método científico, con el que comparten el gusto por la sistematización del conocimiento. Un ejemplo de la exhaustividad taxonómica, tan característicamente científica, aplicada a las Kunst und Wunderkammern puede encontrarse en el tratado elaborado por el médico Samuel Quiccheberg, Inscriptiones (1565), considerado uno de los primeros tratados de museología. Sintomáticamente, su autor se refería a este libro como Teatrum sapientiae, “compendio de sabiduría”, ya que en su vocación universalizante, la cámara de las maravillas reúne en un único espacio pero de manera bien delimitada, tanto objetos de los distintos reinos naturales (naturalia) como objetos que son el resultado de la actividad humana (artificialia).
Fotografía nº 4. Naturam et artem sub uno tecto. De la Academia de Bellas Artes de San Fernando (1774) al Museo del Prado (1819)
Fundada en 1752, la Academia de Bellas Artes de San Fernando, enseguida tuvo que buscar una ubicación nueva ya que el espacio de la madrileña Casa de la Panadería, donde se encontraba su primera sede, resultaba insuficiente. Pero el nuevo lugar, que coincide con la actual sede de la calle Alcalá, no estaba reservado exclusivamente para esta noble institución artística sino que debía ser compartido con el Gabinete de Historia Natural, que ocuparía, por orden de Carlos III, “todo el quarto segundo y tercera planta de las guardillas”23. El rey había recibido una colección importante de Historia Natural en 1771 por lo que resultaba una oportunidad excelente para consumar una de las aspiraciones más queridas para los ilustrados, la unión de los saberes, en este caso arte y naturaleza, bajo un mismo techo. Es por ello por lo que, aún hoy en día, puede leerse en la fachada que Diego de Villanueva reformó para eliminar el gusto barroco y otorgarle un aire neoclásico, una inscripción redactada por Tomás de Iriarte:
CAROLUS III REX
NATURAM ET ARTEM SUB UNO TECTO
IN PUBLICAM UTILITATEM CONSOCIAVIT
ANNO MDCCLXXIV
Arte y Naturaleza convivieron “bajo un mismo techo”, como reza la máxima latina, hasta finales del siglo XIX, con un último e inesperado giro de la Historia en el que arte y naturaleza vuelven a perseguirse. De hecho, la que tenía que ser la nueva sede del Museo de Historia Natural, diseñada por Juan de Villanueva a finales del XVIII, nunca llegó a utilizarse, debido al estallido de la Guerra de la Independencia. Sin embargo, este edificio acabaría siendo usado, a principios del XIX, no para albergar la colección de naturalia del rey sino para exponer los tesoros artísticos de la monarquía española, ya que se convirtió en sede del recién inaugurado Museo del Prado, cuya ubicación no ha variado desde entonces.
Fotografía nº 5. El archivo del naturalista Peter Ameisenhaufen en el Museu de Zoologia (1989)
En el año 1989, en el Museu de Zoologia de Barcelona, dos fotógrafos presentaron el archivo recuperado de un naturalista alemán, Peter Ameisenhaufen (1895-1955) quien, neodarwinista convencido, había estado viajando por distintos lugares del mundo junto con su ayudante (Hans von Kubert) para documentar mutaciones poco conocidas de la evolución natural, entre las cuales se encontraban, por citar algunos de los ejemplos que resultaron más llamativos, la Solenoglypha polipodida, un tipo de serpiente en la que no es difícil reconocer una secuencia de pequeñas patas (Ilustración 5); el Ceropithecus icarocornu, un animal alado, de apariencia simiesca y con un característico cuerno en la frente, especialmente visible; o el Pirofagus Catalanae, un dragón encontrado en Sicilia, que se habría aclimatado al ecosistema después de su abandono en la isla por parte de los invasores catalanes del siglo XVI. Lo que allí se expuso era, de hecho, lo que uno esperaba encontrar en un museo de ciencias naturales, que se ocupaba en aquel caso de dar visibilidad a un trabajo poco conocido pero relevante de un científico, a través de la documentación recuperada: fotografías y dibujos de los distintos especímenes, anotaciones manuscritas y mecanografiadas, radiografías, un espécimen disecado, e incluso registros de los sonidos de algunos de los animales. Lo que no se decía en la exposición es que el naturalista alemán y su ayudante no eran más que el trasunto de Joan Fontcuberta y Pere Formiguera, que habían configurado una ficción, en la línea de la característica “pedagogía de la duda” que Fontcuberta ha trabajado a lo largo de su dilatada carrera como fotógrafo, y que habría hecho las delicias de Oscar Wilde, al corregir esa tendencia decadente del arte de mentir. El proyecto recibió el nombre de Fauna y aporta al debate que nos ocupa diversos aspectos, como la credibilidad que otorgamos al conocimiento científico, la verosimilitud de las “evidencias” documentales, así como el lugar en el que coloca al espectador, al que se le otorga la responsabilidad, no solo de recibir una información, sino de discernir sobre su veracidad. Se trata de una obra que, en gran medida, promueve el escepticismo tanto de la fotografía como de la misma museografía, así como de la autoridad del museo como espacio generador de veracidad y de la ciencia como discurso de poder.
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