Los últimos días de Gaudí. Cartografía de un accidente mortal
El 10 de junio de 1926 moría Antoni Gaudí en el Hospital de la Santa Creu de Barcelona. Tras una larga agonía, y poco tiempo después de recibir una última Eucaristía in extremis (la hostia, propiamente, se la había dado el tranvía que recorría la calle Cortes con Bailén tres días antes), el revolucionario arquitecto expiró sumiendo a la ciudad en una profunda conmoción. Fue una muerte extraña e inesperada que en la prensa del momento se siguió de forma atenta, sumando en ocasiones detalles difíciles de contrastar. Por suerte, tal abundancia de crónicas nos permite conocer muy de cerca cómo trascurrieron los días y horas en los que Gaudí yacía agonizante y, también, cómo lo vivieron sus amigos o las personalidades del momento.
Pero en esta entrada vamos a ver un poco más de cerca cómo se desencadenaron los hechos que dieron como resultado el fallecimiento del arquitecto y cuál fue su peculiar cartografía. Era ya casi de noche, rondarían las 21:30, cuando Gaudí volvía de la iglesia de San Felipe Neri [1], ubicada en la plaza homónima del barrio gótico barcelonés, en dirección a la parada de tranvías de la plaza Urquinaona [2]. Como narra Ana María Ferrín, allí solía esperar hasta el tranvía de las 21:45, que le llevaría con acostumbrada puntualidad a las 22:00 a su casa-estudio en la Sagrada Familia. Era habitual que cenase con el vigilante de las obras del templo y su esposa, quienes, al advertir el retraso de Gaudí, se impacientaron y acudieron al hogar de Gil Parés para intentar averiguar su paradero.
Sin embargo, algunos periódicos de la época sitúan el accidente más allá de la plaza Urquinaona, concretamente en el cruce de la Gran Via de les Corts Catalanes con la Calle Bailén [3] (La Vanguardia, 9/6/1926, p. 8). ¿Qué hacía ahí Gaudí? Tal vez, animado por el buen clima, decidiese realizar a pie el trecho que une la plaza de Urquinaona con la Sagrada Familia… pero eso no son más que conjeturas. A partir de aquí, se inicia una secuencia de traslados algo confusa pero que, a partir de los escritos del momento, se puede reconstruir con cierta fiabilidad.
Antoni Gaudí dos años antes de su muerte.
Es conocida la anécdota de la confusión del genio catalán con un vagabundo, lo que hizo que no fuera atendido durante un tiempo decisivo. Hay algo en este suceso, que los periódicos del momento no confirman del todo, que lo ha convertido en una suerte de ejemplo de incívica injusticia: ¡cómo es posible que el insigne creador yazca desatendido, moribundo, sólo por su aspecto harapiento! El ABC, en su edición del 12 de junio, recordaba cómo los chauffeurs que declinaron asistir al accidentado fueron amonestados por la autoridad competente, mientras se ensalzaba la figura del Guardia Civil que, atendiendo al deber, obligó a que uno de estos esquivos taxistas trasladase al accidentado a la Casa de Socorro. No hace falta abundar en que nadie pareció advertir la desasistencia que, en realidad, padecían los vagabundos que habitaban las calles de la ciudad; el foco se puso en exclusiva en la injusticia padecida por Gaudí.
Una vez en la Casa de Socorro [4], situada a escasos seiscientos metros del accidente, los médicos atendieron al hombre, sin saber aún su identidad, pues iba indocumentado, y lo trasladaron de urgencia al Hospital Clinic [5]. El angustiado matrimonio que estaba esperando en su casa con la mesa puesta para cenar con Gaudí, acompañado de Gil Parés, intentó por todos los medios dar con su paradero, pero no lo tuvieron fácil. Tras unas averiguaciones, el celador del Clinic les sugirió la posibilidad de que fuera derivado al Hospital de la Santa Creu [6], donde iban a parar los heridos con graves traumatismos.
Una vez en el hospital, Gaudí resistió dos días de lenta y dolorosa agonía, mientras los médicos comprobaban impotentes que nada podía hacerse ante la gravedad de las heridas causadas por el impacto del tranvía. Una vez reconocido y debidamente identificado, el hospital se llenó de periodistas, conocidos y curiosos de todo tipo que deseaban saber de primera mano la evolución de los acontecimientos. Los rumores corrieron veloces por los mentideros de la ciudad. Unos decían que en unas horas abandonaría el hospital mientras que, los menos optimistas, afirmaban que llevaba horas, tal vez días, muerto sin que nadie se atreviera a comunicar la noticia. Finalmente, tras entrar en coma, a las 17:10 del día diez de junio se certificó la muerte oficial del sufrido arquitecto a los 73 años de edad.
Juan Matamala, hijo de Lorenzo Matamala, íntimo amigo de Gaudí, fue el encargado de obtener la máscara mortuoria del difunto. Esta era una práctica habitual en la época que normalmente era realizada por el personal especializado de la morgue. Sin embargo, la cercanía del escultor al difunto posibilitó que fuera él, y no alguien ajeno a su círculo más íntimo, quien realizara el vaciado de la cabeza. Una de las copias que se obtuvieron se puede ver en la Casa Museo de Gaudí ubicada en el Park Güell.
Máscaras mortuorias
Desde la Antigüedad clásica hasta nuestros días el rostro ha ocupado un lugar de privilegio en la cultura visual de la muerte. Su rápida degradación y la alteración de los rasgos que hacían identificable al individuo, motivó que se ensayaran diferentes soluciones para captar una memoria en imágenes del difunto. Los moldes obtenidos directamente del rostro pronto se convirtieron en el recurso por excelencia: el contacto del material blando con la piel proporcionaba unos resultados extraordinarios, inalcanzables con otras técnicas artísticas.
El estudio del rostro de los cadáveres supone lidiar con preguntas de difícil respuesta que sobrevuelan de forma insistente: ¿tienen los cadáveres rostro o es una cualidad exclusiva de los vivos? ¿Por qué hay culturas o momentos históricos en los que la efigie post mortem adquiere un valor que en otros contextos es desestimado? Veremos cómo la relación de las personas con la faz cadavérica varía de forma drástica a lo largo del tiempo: hay momentos en los que se subraya, otros en los que se oculta y tiempos en los que se maquilla, intentando conferirle una efímera vida cosmética. Este libro se propone reconstruir una historia del rostro ante la muerte, conscientes de que una historia de esta naturaleza es, inevitablemente, una historia de fantasmas, de sombras, de legajos inclasificables, de objetos que no encuentran un lugar ni un tiempo específico.